Por Emma Castaño Sánchez*
La huída de un mundo sórdido, plano y endeble, que los cegados muggles persisten en llamar realidad, en busca de otros lugares con los que se intuye un vínculo, invade el alma de Harry Potter y lo caracteriza tanto como la señal de su frente.
Ese vuelo de la imaginación es lo que explicaría, junto con el anhelo de dotar a la simple materia de un espíritu mágico, la atracción de algunos niños y jóvenes (humanos fabuladores de nueve a noventa y nueve años) por la alegoría, arquitectura imaginaria que sustenta los invisibles fundamentos de Hogwarts.
Inadvertida en la literatura juvenil bajo el manto de la fantasía o la ciencia-ficción, la alegoría es un código que los jóvenes manejan con naturalidad. La efectividad de sus metáforas visuales les ofrece un puente hacia partes de la realidad que les son inaccesibles desde otros planteamientos más abstractos. La sólida estructura de los mundos que crea, la posibilidad de un orden dentro del caos que perciben en lo que les rodea.
Su prodigiosa intuición se desenvuelve libre de ataduras en los juegos de imágenes y significados que componen el esmerado y mágico mecanismo de cualquier alegoría.
Recordad vuestros juegos preferidos: códigos secretos, imágenes, misterio.
Mientras los muggles, grises, anodinos, planos, se mueven por un caprichoso azar, presas del miedo, en Hogwarts nadie queda fuera de una comunidad, las normas del juego te enfrentan a tus propios límites, la visión mágica de la realidad confiere a los objetos más míseros (escobas o silbatos) una honda significación puesta de manifiesto en la misión que han venido a cumplir.
Fue curiosamente Minerva McGonagall (no es difícil encontrarla en algunos colegios e institutos si se sabe observar) quien nos contó que con esta novela se entraba en Hogwarts, quisieras o no; y que, aunque se comenzara con las previsibles palabras: “Chicos, abrid el libro por la página treinta y cuatro”, sin saber cómo, la clase estaba, después de un pequeño torbellino cósmico, repartida en cuatro casas y un grupo de profesores; y sobre la mesa del profesor se amontonaban cartas escritas en tinta china verde sobre papel impregnado en té.
Los alumnos, ahora serios y erguidos como corresponde a sus cargos de profesores de Hogwarts, llevaban plumillas en sus manos; y la profesora de toda la vida aparecía en clase con una camiseta y bolsa decoradas con lechuzas y con un collar de piedras, mientras que el Manual de Lengua y Literatura había sido sustituido por el Diccionario Tikal de las piedras que curan.
La novela de Rowling, como otras alegorías cuyo entramado sigue las líneas creativas de los juegos de mesa, permite participar en la historia hasta el punto de sentirse parte de ella y ofrecen una disposición natural a convertirse en juego de azar. Juego de azar que transforma el aula en la propia novela.
Siempre hemos pensado que los personajes de ficción añoran nuestra realidad; pero, en nuestro caso, añorábamos formar parte del mundo fluido, flotante, maternal y orquestado de Hogwarts.
Y creamos nuestra puerta de entrada, como tantos otros personajes de novelas juveniles.
El juego nos enseñó a pensar en nuestras propias vidas: el tiempo marcaba inclemente nuestras acciones, las pruebas a las que nos enfrentábamos iban trazando diferentes caminos en los diferentes grupos; los otros, yo, nosotros se fundían en un solo ser; el azar parecía guiar muchas acciones; pero, en ocasiones, sucedía simplemente lo que tenía que suceder.
Cuando a la casa Gryffindor, que se había ocupado de realizar el dado con los escudos, le tocó en suerte, de entre las cien cartas de la baraja, la que decía:
¿Cuáles son los animales que aparecen en el escudo de Hogwarts?
la maestra se quedó algo perpleja
los alumnos de Gryffindor no eran conscientes de que tenían la respuesta en la cartulina morada que representaba el plano del cubo,
y a todos nos dio aquello un poco que pensar.
Harry Potter y la piedra filosofal nos habla de lo inevitable, de lo que nadie nombra y es necesario nombrar, de la búsqueda de la verdad, de las dudas, de la responsabilidad, del sacrificio, de la levedad de la materia, de las maneras de mirar el mundo, del miedo, del inseparable binomio del yo y los otros, o los otros y el yo (que ha hecho desdibujarse en la página del libro de texto el cuadrito amarillo de los pronombres personales); de que eso que llamamos realidad es un código secreto que hay que descifrar.
Con el libro cerrado sobre la mesa, la maestra se pregunta en silencio: “¿Por qué es tan difícil salir de Hogwarts?”
***
Cartas de color verde (quizá también moradas, si diera tiempo a hacer pruebas)
Un dado con los escudos de la casas Gryffindor, Ravenclaw, Slytherin, Hufflepuff; el rayo, símbolo de Harry, que beneficiará al jugador con doble puntuación; el dragón, que obligará a dar la mitad de los puntos conseguidos a otra casa.
Un reloj de arena.
Sellos y lacre.
Papel que imite pergamino.
Figuritas de lechuzas, gatos, y otros animales u objetos de Hogwarts (no podemos dejar olvidadas a las pobres figuritas de los Roscones). Se conseguirán como premios a partir de los cincuenta puntos, y serán beneficiosas para las casas, siempre que se resuelvan las pruebas de las que son mensajeras.
A Esmeralda y los jugones.
***
*Emma Castaño Sánchez es profesora de Lengua y Literatura y ha trabajado en diferentes institutos públicos de la Comunidad de Madrid.
Ficha técnica:
Harry Potter y la piedra filosofal
J.K. Rowling
Editorial: Salamandra
Barcelona, 2010
256 páginas
EAN: 9788498382662
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