Léolo ,Jean-Claude Lauzon

Léolo

Canadá (1992) 105´

Guión y dirección: Jean-Claude Lauzon

Por Simón Abraham Stevenson*

Léolo: «Porque sueño, yo no lo estoy… no estoy loco.»

No me tiembla el pulso ni la voz al afirmar que Léolo es una de las películas más crudas, a la par que bella, de la historia del cine. Este film, del director canadiense Jean-Claude Lauzon, narra la historia del pequeño Léo, un niño del Québec francófono, que vive rodeado por la locura congénita de su familia y sueña denodadamente como única vía de escape. Léo, que se hace llamar Léolo, porque asegura ser hijo de un anónimo siciliano, se aferra al amor imposible por su vecina Bianca, una adolescente Italiana tan inalcanzable para Léo como la cordura que anhela por encima de todas las cosas. Cautivo en una existencia mísera, únicamente puede soñar, y así lo hace, con tal lirismo y fuerza, con semejante madurez, que sus ruegos y formas de evasión le confieren una voz que no es meramente la de sí mismo, sino la voz de la humanidad entera.

El gran logro de Lauzon no fue tanto desarrollar una historia de guión impecable, con escenas de poderoso atractivo, en concepto y forma, sino aportar una profundidad a su personaje protagonista que sobrecoge irremediablemente. Los problemas y angustias de un niño hipersensible, dejaron de ser las cuitas de aquel, para trascender al grado de voz universal. Pocas películas han sabido recoger tal cantidad de dilemas, expresados con semejante lirismo. Tanto, que sólo un profundo estudio podría hacer justicia a una de las películas más hondas y personales que se hayan rodado. Léolo es un canto a la libertad y la belleza difícilmente comparable y, por ende, difícilmente narrable, como si fuera una experiencia en estado puro, y no meramente una historia.

Lamentablemente este film de culto se vio empañado por algunas escenas, de cierto aire surrealista, por las que muchos todavía lo recuerdan. Momentos concretos, como la obsesión de la familia de Léolo por el acto de defecar, o la de “el tomate contaminado” parecen haber trascendido a la memoria colectiva más que el intenso pensar del niño protagonista. Aún así, Léolo ha superando las lides del tiempo, dejando en nuestro haber una impresionante muestra de orfebrería fílmica. ¿Cómo no sobrecogerse ante la bella y triste introducción de Léolo a la lectura, pidiendo únicamente que los libros le infundan valor y le hagan soñar, su único modo de escape? ¿Cómo olvidar la reflexión sobre el miedo, atenazándonos siempre, dando igual los músculos que nos protejan, como le ocurre a Fernand, el hermano de Léolo? ¿Cómo no recordar esa escena de salvajismo infantil, donde los niños beben, fuman, apuestan y se drogan catárticamente, ante la mirada de un Leólo tan horrorizado como participe? No creo que sea posible ver esta obra olvidando sus imágenes y palabras. Léolo es una película que sólo se puede grabar a fuego.

Más que una película, incluso más que una experiencia, es un sentimiento, un despertar a lo que somos, un reflejo límpido de la infancia, del origen verdaderamente importante de las cosas, como pocas veces se ha visto en una pantalla. Personalmente, encuentro su poder evocador ineludible: Léolo, pese a su surrealismo vertiginoso, se diría tan real como la vida misma, incluso aún más real, por absurdo que parezca. No se tratan temas banales, ni se utilizan fórmulas engañosas. Todo en esta película es esencia. La historia de ese niño enamorado de su vecina italiana, que sueña para no estar loco, porque la locura de los suyos le devora. Quizás, en apariencia, una historia más de un niño, pero en esta ocasión narrada como pocos podrían.

El director, Jean-Claude Lauzon, falleció en 1997 en un accidente aéreo. Cinco años antes, Léolo, el que fuera su segundo y último film, se estrenó siendo galardonado con diversos premios, pero para el gran público pasó muy desapercibida. Réjean Ducharme, el escritor franco canadiense que con su primera novela, L´avalée des avalés, inspiró a Lauzon su imprescindible película, es en España un autor prácticamente desconocido. Tanto el film como la obra literaria, traducida como El valle de los avasallados por la editorial Doctor Domaverso, no merecen olvido alguno. Tengámoslo en cuenta. Puede que Léolo, o la lectura de la obra que lo inspiró, no nos cambien la vida, pero seguro que de alguna forma se nos meterán dentro, muy hondamente, tanto que nos acompañen hasta en los instantes que menos sospechemos. Yo, personalmente, siempre tengo presente al pequeño Léo, leyendo a escondidas, con la luz proveniente de la nevera abierta, el único libro que había en su casa: El valle de los avasallados. Que les aproveche.

 

*Simón Abraham Stevenson es poeta, librero, editor e instigador cultural.

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